Me invitó mi buen amigo.
Él es cojonudo y con este chiste fácil te hace reir.
Ella no lo conocía de antes y tampoco se sorprendió de que sus andares fuesen diferentes o de su aspecto.
A Ella eso le importa un rábano.
Así que fuimos al partido.
Era la semifinal de un campeonato nacional, la Final Four.
Y subimos a las gradas entre tambores y bocinazos.
No hay nada igual que el sonido en una cancha de baloncesto.
Cómo retumba el griterío.
Nada igual.
Recordé mis años mozos cuando estaba colgada de este deporte, de los partidos y sobre todo de aquellos jugadores que me resultaban tan atractivos.
Bueno, ahora me he vuelto poética, pero eran unos tremendos tíos buenos. Eso es lo que eran.
Me llevó de cabeza alguno, no te creas, y salí con algún otro.
Lo recuerdo del Spalding All Stars Team -¿Qué sera de aquel chico brasileño tan estupendo?-
Sus estaturas me parecían de dioses, y su deporte todo un logro. De película.
Sudor, velocidad y dinamismo.
Marcador en continuo movimiento.
Sin parar apenas, todo medido en segundos.
Agilidad y rapidez.
Y el sonido en el pabellón me transportó a hace treinta años.
Me retrotrajo, sí.
Pero yo he cambiado.
Sigue gustándome ese ambiente.
Pero también me importan ya un rábano los cánones, los andares, las estaturas y los kilos…las diferencias.
Ella me lo ha enseñado.
Lo perfecto de lo imperfecto.
Y la imperfección de la perfección.
La capacidad de los diFcapacitados, menuda estupidez.
DiFcapacitados.
Que nos dan mil vueltas a los «capacitados» con sello de denominación de origen.
Capaces de ser crueles, dañinos y estúpidos con ellos.
Hasta que un día un accidente nos postra en una silla.
Y se acabó el cuento.
Es entonces cuando toca aprender la gran lección, la que no se espera.
La del “Eso no me puede tocar a mí”
Ella llegó algo asustada, los ruidos tan fuertes no son de su agrado, no soporta las ferias y va con prudencia a las procesiones, pero no dijo nada.
Tampoco mencionó como rareza que estuviesen jugando en silla de ruedas.
Para Ella las sillas de ruedas no son raras.
Ni las prótesis, ni la ceguera, ni la cojera, ni los audífonos.
Para Ella nadie es raro.
Para Ella cada uno es único y así es como los trata. Por su nombre, que pregunta lo primero.
Sólo hizo preguntas curiosas acerca de cómo habría sido que no tenían piernas.
Había jugadores que claramente habían sido pivots (y pibones, aún me queda algo de aquella devoción ) por su estatura, antes de haber perdido, de cualquiera que fuese la forma, la o las piernas.
Alguno se desató y se puso en pie al final del partido.
No se adivinaba bajo el pantalón largo de chándal si andaba con prótesis o no tenía necesidad de ella.
Supe que incluso algunos compiten sin tener dificultad alguna para jugar de pie, simplemente han practicado este deporte desde niños, junto a un hermano o a un amigo en silla de ruedas, para acompañarles, y acabaron siendo estrellas del sentado.
El juego fue fascinante, los jugadores eran verdaderas figuras.
La velocidad y destreza sobre una silla, me dejó perpleja.
Y los choques, los bloqueos e incluso las caídas y la extrema facilidad y velocidad para levantarse.
No eché de menos el sonido tan particular de las zapatillas en el parqué.
En su lugar sonaban los chasquidos de las sillas, unas contra otras en el juego.
Espectacular.
Una maravilla ver el ingenioso sistema de diseño de las sillas.
Sillas a prueba de inercias, de gravedades y de fuerzas centrípetas.
Un deporte perfecto.
Medio humano medio mecánico.
Un deporte mixto.
Un deporte máximo.
Y Ella aplaudía a cada canasta, porque algunas eran bien luchadas en jugadas trepidantes y otras eran desmarques a toda velocidad, producto de rebotes por tapones repentinos.
Y los aplausos a veces se comparten, algunas explotan, otras se incitan y otras se contagian.
A veces aplaudes aunque no sepas por qué, porque el sonido te despierta y te lleva acompañando.
Qué habilidad.
Qué capacidad.
Mi pequeña se fijó en uno y en sus tatuajes.
“Mira mami, ese es el que me gusta, es el más guapo”.
Entonces le puse morritos, y Ella me atizó un codazo envuelto entre enfado y risa nerviosa.
“¡Mamiiiiiii!”
Maravillosa revolución hormonal la que vive su cuerpo y que no entiende del todo su mente.
La de muchas (todas) adolescentes que tampoco entienden.
No tiene que ver con nada excepto con la edad.
Pura explosión química
Suspiros por los chicos.
Y ya le anduvimos siguiendo todo el partido…
A mí me gustó más un morenazo inmenso, me habría sentado sin dudarlo en su rodilla, pero Ella prefería a éste, bastante más blanquito.
Del color de un británico caucásico a un afroamericano, ya sabemos lo que hay…un abanico de proporcionalidades de café y de leche.
Corto de café largo de leche, hasta largo de café cortado con apenas una gota de leche.
Eso mismo. Cuestión de diversidad en proporciones de café y leche. Cien mil combinaciones posibles.
“Cada uno tiene sus gustos” que me dice Ella siempre.
Y al término del partido, nuestro amigo la llevó a proponerle una foto a (con) su Terry.
Para soltar su bolso, arrojármelo al regazo y brincar gradas abajo, le faltó tiempo. No hubo que insistirle mucho.
Es torpe para lo que quiere. Una gacela me pareció entonces.
Sólo una vez la propuesta bastó.
Oido afinado y mecanismo de respuesta instantáneo…para recoger su habitación no se parecen en nada los reflejos, ya sé que no es lo mismo, lo sé.
Terry estaba en pie, allí abajo, y no volvió a sentarse.
Pero a mi pequeña le importaba un rábano que estuviese sentado o de pie.
Terry simplemente era Terry, lo demás no era nada importante.
Guapo, guapo el Terry de marras.
Aún anda dando besos a la foto…
Y yo no me cansaré de besarla a Ella.
Por todo lo que aprendo a su lado.
Y por cómo ha cambiado mis ojos y mi alma.
LOLA